Uno
Las últimas luces del alba ya habían pasado hacía horas cuando llegué a la serpenteante pista rural que conducía a la cabaña. Según había visto en su web, era un verdadero lugar idílico, un remanso de quietud. Esos días eran mis últimas vacaciones del año, ya a principios de diciembre. Esa estación no es especialmente fría en mi hogar habitual, el sur de España. El Mediterráneo baña la costa y las temperaturas se suavizan salvo contados días de nubes y tormentas pasajeras. Por ello, hacer una escapada a zonas más frías, con suerte gélidas y nevadas, es un cambio que agradezco de vez en cuando.
Las tierras del norte de España son ideales para eso. Navarra es una de las provincias que siempre me ha gustado visitar en esta época. Limítrofe con los Pirineos al norte, tiene grandes zonas de bosque y de montaña. Por ello elegí esta localización.
El camino de tierra era verdaderamente un río de polvo y grava salpicando a mi paso, con un terreno abrupto que hacía zarandear el coche. Aminoré la marcha. Las ramas de los árboles amenazaban el camino con largos y siniestros brazos puntiagudos. Sus sombras danzaban en cada giro en la travesía, iluminadas por los faros. En alguna ocasión pude ver los ojos huidizos de algún ciervo, quizá algún jabalí. Me imaginaba cruzando de la nada alguna cría en estampida por el miedo al ruido del motor, así que bajé aún más la velocidad para acercarme lentamente. Tras unos minutos alcancé el final del camino. Se abría a un pequeño llano donde se encontraba edificada una casona de piedra con tejado de madera. Estaba rodeada por una oscura y húmeda valla hecha con listones, rodeando el verde manto de césped del que emergía la vivienda. Giré el coche pasando por la abertura de entrada del cercado, que conducía al aparcamiento de la casa rural. Aparqué a mis anchas. Está totalmente vacío, iluminado tan sólo por la irregular luz de un farolillo para la zona del aparcamiento. Detuve el motor y suspiré. Estaba cansado y somnoliento. Desde el sur del país hay como siete horas de camino, y salir tras el trabajo de un viernes hace el viaje agotador.
Tras salir del vehículo noté el gélido viento del norte. Abrí la puerta del asiento del copiloto para coger la chaqueta acolchada. Me abrigué. Miré por encima del coche en dirección al edificio. Los apartamentos estaban vacíos. No había iluminación tras ninguna ventana. Tras los cristales rodeados con marcos de madera no se insinuaba ningún movimiento. La única luz estaba en el la lámpara justo encima del arco de la entrada. Iluminaba débilmente la blanca piedra pintada de la construcción. Dos grandes mesas de abeto junto con sus sillas a ambos lados de la puerta acompañaban la casa para las visitas. Ya estaba avisado de que iba a estar deshabitada cuando llegara. El dueño me avisó de que sería el único inquilino esos días. La gente solía ir a pasar los fines de semana a esta zona, pero en días laborales, estas fechas de invierno eran muy tranquilas. Como sabía que llegaría después de media noche avisé al propietario que no hacía falta que me esperara. Me indicó que la llave de mi apartamento estaría en su puerta, y que dejaría otra para la puerta de entrada principal en una maceta. Esperaba que así fuera. Está muy cansado y helado de frío. Me acerqué y no tuve que rebuscar mucho para encontrarla apartando el matojo de plantas sin flores de la maceta.
El ambiente frío, oscuro y abandonado le daban un carácter siniestro. El viento que serpenteaba a través del follaje silbaba con fuerza. Las ramas de los robles balanceadas por el aire amenazaban el borde del llano como si trataran de agarrar la casona. Era todo un espectáculo nocturno, iluminado por un manto de estrellas y nebulosas que creaban un techo perfecto al paisaje. Inspiré profundo y se me escapó una sonrisa inevitable. Esto es lo que buscaba.
Volví al coche a recoger mi pesada maleta y una mochila. Cargado, regresé bajo el dintel de la casona. La llave giró y abrí la puerta. La bisagras se quejaron con un chirriar metálico. La madera crujió y noté el calor retenido del interior de la casa. Se notaba que había encendido la calefacción cuando debió dejar la llave en la maceta. Era de agradecer. Mi optimismo creció inflado por la sensación de bienestar dentro del caserón. Unas escaleras de piedra subían a un piso superior tras un pasillo custodiado por varias puertas cerradas a ambos lados.
Acerté con mi habitación porque era la única con una llave metida en la cerradura, invitando a entrar. Me acomodé rápido en esa estancia pequeña pero acogedora. Apenas un camastro, un armario de pie y un escritorio. Suficiente. Dejé las cosas y volví atrás para revisar el resto de las zonas comunes de la casa. Me apetecía algo caliente y sabía que la cocina debería de andar por ahí. No tardé en encontrarla tras abrir y cerrar dos aseos compartidos y una gran estancia con chimenea que haría de zona de reunión y lectura. Entré en la cocina y revisé el frigorífico. Estaba casi vacío. Una pequeña puerta dentro de la cocina daba a un cuarto pequeño que hacía de alacena, repleta de estantes de madera cargadas de todo tipo de productos alimenticios. Las recorrí con la mirada deteniéndome en una serie de cartones de leche. Cogí uno. Continué y localicé un paquete de café soluble. La caja estaba abierta pero en su interior había sobres independientes. Cogí uno de ellos y lo saqué junto a la leche que deposité sobre la encimera de la cocina. Trasteando por los armarios di con un cazo de metal. Lo puse sobre la vitrocerámica y empecé a calentar leche. “Lástima, tienen vitrocerámica. Los fogones le dan cien patadas para cocinar”, pensé. Era otra de mis aficiones. La cocina y preparar recetas desconocidas me gustaba muchísimo. Investigar nuevos sabores y retarme para ver si me salían bien las fórmulas de otros para preparar comidas diferentes.
El humeante café con leche me sentó de maravilla. Coger el vaso con las manos desnudas y sentir el calor de su contenido me reconfortó enormemente del viaje. Fregué las cosas y subí de nuevo a la habitación. Desembalé lo necesario, guardando el resto en el armario y me acosté. Mañana había que madrugar y pasear por esos bosques que tanto me apasionan.
Dos
La alarma sonó a las seis de la mañana. Era muy buena hora. Me vestí en un momento. Pantalón de tela, chaqueta acolchada con pelo de oveja sobre la camisa. Hacía frío y humedad, se notaba. Tras un desayuno copioso con huevos revueltos, pan y zumo caliente, me puse gorro y cogí el cesto de mimbre. Me calcé las botas de montaña y salí. Tocaba buscar setas.
El exterior no presentaba sorpresas. Hacía el frío que se anunciaba al mirar por las ventanas dentro de la casa. No importa. Es el tipo de clima que busco. El olor a hojas húmedas impregnaba el ambiente y era delicioso. Me ajusté aún más la chaqueta y entré en el bosque andando poco a poco. En cuanto me interné, el cambio de temperatura fue brutal. Pensé que lo mejor sería avanzar rápido los primero minutos para no congelarme de frío. Las hojas crujían a mi paso. Esquivando ramas no tardé en alejarme del caserón y verme rodeado sólo de espesos hayedos y robledales. Era el momento de aminorar la marcha y agudizar la vista.
Este parque micológico de Ultzama tenía muy buena fama. Por culpa de la misma, desde 2007 estaba amenazado por su gran sobreexplotación. La irracional afición de recoger setas por parte de mucha gente que en ocasiones ni sabía escoger ni cocinar estaba mermando la antes abundante variedad de estos hongos en la zona. Por entonces la moda de los insensatos que venían al campo era esa. Parecía que te integrabas más en la naturaleza, y eso a la gente de ciudad le gustaba, a costa de lo que fuera. El ayuntamiento de Ultzama tuvo que poner cartas en el asunto, y limitó con leyes la cantidad de gente que podía ir a recolectar allí, obligando a pedir permisos bajo documento de identidad para que quedaran registrados los posibles destrozos. Además, se llegó a exigir un pago con el que mantendrían mejor conservado dicho parque. Somos muy curiosos los humanos. Finalmente debemos introducir el factor dinero para cuantificar hasta los desaires que se le hace al medio natural.
Yo, por supuesto, cogí mi permiso. Aunque mi profesión literaria no tenga absolutamente nada que ver con la cocina, esta era una de las aficiones que más me relajaba. Cuando tengo que desconectar, por así decirlo, cojo una receta variopinta y la realizo entre fogones. Mis conocidos siempre me han llamado cocinillas. Creo que lo dicen con sinceridad, pues es raro la semana que no hay alguien apuntado al resultado de alguno de los platos que pruebo. Eso sí, no me llames imaginativo. Soy ratón de biblioteca, no inventor. Es por ello que en este viaje también me propuse probar este tipo de recetas basadas en estos productos, trayendo en el viaje varias seleccionadas de algunos libros de cocina conmigo. Es cierto que no tenía gran idea sobre setas, pero contaba con un panfleto de la oficina del parque micológico alabado por el ayuntamiento del mismo, en el cual salían claramente indicaciones y fotos de los hongos más característicos. Si bien es cierto que se hablan de especies peligrosas y a veces dañinas, yo confiaba que sería capaz de diferenciarlas.
Una densa neblina abrazaba los árboles a esa hora. El avance era lento y costaba orientarse. No era raro que, tras adelantar unos cuantos pasos, descubriera al hacerse un poco más clara la espesa capa de humedad ambiente una elevación que no te dejaba continuar. En esos casos tenía que rodearla y avanzar en otro sentido, desorientándome un poco por el cambio de dirección. Tras varios giros de este tipo, realmente no sabía en qué sentido avanzaba, aunque no era algo preocupante. El móvil llevaba GPS y estaba a máxima carga. Hoy en día no era difícil retomar el buen camino de vuelta con un trasto de estos mientras hubiera luz suficiente.
Revueltos entre el musgo a los pies de un enorme hayedo empecé a ver los primeros sombreros grisáceos que identifiqué como pardillas. Su tamaño era bastante grande, así que no darse cuenta de ellas era complicado. Blancuzcas, brillaban con la humedad del suelo. Me agaché para verlas de cerca. Con un pequeño cuchillo desenterré una de ellas y la examiné. Esta la reconocía claramente. Eran sin duda las pardillas, las más comunes aquí. Salían en todas la fotos de los panfletos del parque. Estaba seguro que eran comestibles. Entre las recetas que traje conmigo había al menos un par con usaban el nombre de ilarraka en el título, que era la forma de llamarlas en estas tierras. Recordaba la sopa de ilarrakas y un filete de vaca relleno de ilarrakas, que me llamó especialmente la atención. Recogí el resto del hallazgo y lo metí en la cesta de mimbre.
Las primeras adquisiciones siempre hinchan los ánimos. Avancé así rodeando troncos y apartando arbustos en busca de más setas. La niebla seguía siendo mi única compañera en esta zona del bosque, dándole ese efecto brillante y gris al ambiente, aunque también frío y fantasmal. Los pigmentos ocres y dorados intensos de los árboles y del suelo vestían el fantástico lugar de crepitantes hojas bajo mis botas. Una masa extraña pegada a la base del tronco de una haya me llamó la atención. Me detuve para verla con detenimiento. Era una planta con una forma parecida a una estalactita diminuta de cientos de hebras de color blanco cayendo hacia abajo. Absorto me acerqué para observarlo mejor. Parecían las barbas de un disfraz de Santa Claus abandonadas en medio del bosque. Un crujir de hojas a un lado me despertó de mi distracción y me puso en alerta.
Tres
—Es melena de león —escuché a mis espaldas. —Sin duda es un gran hallazgo. Es una especie amenazada.
Me giré y encontré a un hombre joven de una guisa parecida a la mía con otra cesta en ristre mirándome. Aliviado, le saludé con la cabeza.
—¿Es comestible? —pregunté.
—Y tanto. Es excelente —dijo y se agachó a mi altura. —Algunos la usan incluso para fines medicinales, sobre todo en los países asiáticos como China.
—No tenía claro siquiera si era una seta. Por cierto, mi nombre es Ismael —dije y le ofrecí la mano, a lo que el recién aparecido aceptó.
—Unai —contestó—. Estás recogiendo setas, por lo que veo.
—Así es. Aunque como has comprobado, sin mucho acierto. Yo soy más de cocinarlas que de obtenerlas.
—En ese caso, si vas solo y quieres, podemos hacer un trato. Yo soy un desastre en su elaboración y hoy precisamente no tengo a nadie para que saque provecho de las capturas. ¿Nos ayudamos mutuamente?
—Me parece un buen acuerdo —sonreí y me incorporé. —Empecemos por esta. ¿Cómo debemos cogerla?
Unai se agachó y fue deslizando su pequeño cuchillo alrededor de la zona unida al tronco, separándola con cuidado. La introdujo en mi cesta.
Durante media hora fuimos andando y encontrando distintas especies por el camino. Sobre todo abundaban de las primeras que encontré, las llamadas por los lugareños pardillas. Yo seguía el paso de Unai, ataviado con botas de agua, bastón y un gorro de lana ocre sobre la cabeza. Me iba explicando las características de cada hongo a medida que los encontrábamos. Descartamos algunos brotes por jóvenes. Me explicó que no sólo era importante dejarlas crecer más para no sobreexplotar, sino también para diferenciarlas claramente. Era peligroso no verlas en su máximo desarrollo, pues las tóxicas podrían confundirse con otras al no haber mostrado aún todos los detalles que marquen las diferencias con las comestibles. Algo similar pasaba con las muy viejas o deterioradas. Tampoco conservaban todos sus rasgos diferenciadores. Aún así, cuando ya estaban pochas, su sabor podría arruinar una buena receta.
“¿Por que no hemos arrancado y escondido las tóxicas que me mostraste antes?”, le pregunté mientras descansábamos sentados junto a un enorme roble. Unai contestó sin mirarme mientras inventariaba las setas amontonadas de su cesto. “Toda las setas cumplen su función en el equilibro del bosque. Aún tóxicas, no deben ser arrancadas y hay que respetarlas.”, sentenció. Asentí y continuamos la marcha.
Pasaron unos veinte minutos en los que encontramos más de las especies autóctonas del entorno. La niebla se estaba empezando a disipar. Unai parecía amigable, con ganas de compartir conocimientos. Aún así, se notaba un carácter serio y algo distante, como ausente. Marchaba por delante, oteando con atención el suelo, deteniéndose a ratos haciéndome parar con un gesto de su mano, para volver a continuar sin mediar palabra. Mi cesta estaba medio llena, y yo desde luego me daba por satisfecho. Tras unos minutos se detuvo frente a un brote de hongos de sombrero achatado, bastante altos. Medían casi un palmo desde el suelo hasta la parte más alta, marcada con un tono amarillento y en parte rosado. Tenían buena pinta, desde luego.
El micólogo se agachó junto a ellas, contrariado.
—¿Qué sucede? —pregunté. Unai permanecía en silencio, ajeno a su alrededor. Farfullaba en voz baja, observando y tocando levemente el hongo. —¿Va todo bien? —insistí.
—No estoy seguro. Existe un hongo llamado Amanita vittadini, extraño de encontrar, que alguna vez se ha visto por estos entornos. Creo que es este. No lo tengo muy visto, pero sin duda se parece.
Absorto tratando de buscar todas las características milimetradas del hallazgo, repentinamente sacudió la cabeza y se levantó. Metió la mano en el bolsillo del pantalón de tela y sacó un móvil. Con unos gestos rápidos de los dedos accedió a una especie de aplicación llena de fotos de setas y empezó a recorrerlas. Detuvo el frenético movimiento del pulgar sobre la pantalla, mostrando una seta muy parecida. Seguidamente miró de nuevo las especies del húmedo suelo.
—No son la misma. La tonalidad rosácea es diferente, y estas son más esbeltas. Sin duda son Amanitas, sobre eso no tengo duda.
—¿Pero las que dices son peligrosas?
—No, pero tampoco es que sean gran cosa. Pero me intriga no conocer exactamente cuáles son. —dijo haciendo pinza sobre el tabique de la nairz, pensativo.
—Dejémoslas.
—¡No! Espera. Esto es serio —dijo levantando la voz. Me sorprendió, parecía de repente alterado.
—¿Qué sucede?
Volvió a pasar fotos en la aplicación del móvil de forma frenética, hasta que paró de repente sobre otra foto similar.
—Maldita sea. No es posible. —lo miré intrigado. —Es Amanita ocreata. Esta puta seta no debería estar aquí.
—¿Qué significa eso?
—Esta especie no es autóctona. De hecho, ni siquiera es de esta parte de Europa. Que yo sepa sólo se ven por la costa oeste de América.
—Pero eso es un gran hallazgo, ¿no? —dije extrañado. —¿Es comestible?
—¡Qué coño! Esta especie es tóxica, y bastante. En América del Norte hay muertes por su causa. No deberíamos tener en esta zona.
Unai se agachó. Se cubrió las manos con unos guantes de plástico desechables y con su cuchillo las arrancó de raíz del suelo. Luego las metió en una bolsa de plástico y la cerró con un nudo.
—Supongo que no quieres que estas formen parte “del equilibrio del bosque”, ¿verdad? —dije con sutileza. Se le veía algo alterado.
—Exacto. Estas van a la hoguera. Allí las llaman ángel de la muerte y ángel destructor, así que imagínate la gracia de tenerlas en esta zona.
Me recordó a una canción que lleva su nombre y no pude evitar dejar de mostrar una leve mueca de sonrisa.
—¿Te parece divertido? Es algo serio —me preguntó secando su tono de voz.
—En absoluto —respondí —. Es porque me ha recordado un tema de un grupo musical, que habla precisamente de esta seta. Me costaba entender el significado en las letras de su canción, pero ahora todo cuadra.
—No te entiendo —me contestó con claras muestras de desconcierto.
—Verás. Es un grupo de metal, género que me gusta bastante —expliqué al micólogo—. Se llaman Throes of Dawn, y una de sus canciones tiene como título precisamente “The Destroying Angel”. Es una canción extremadamente intensa, de letras oscuras y por nada en el mundo habría relacionado la letra con un hongo, la verdad. Pensaba que era más espiritual o religiosa, pero ahora entiendo que es aún más macabra.
—¿Heavy metal?
—No. Hacen otro tipo de música metal, pero no es heavy —traté de explicar—. Es como os pasa a vosotros en vuestra profesión de micólogos. Para los que no son entendidos, muchas de las setas son iguales y no les encontramos diferencia alguna. Sin embargo, existen ligeros matices que las distinguen en realidad enormemente. Tanto como para hacer, como sucede en este caso, que la Amanita vittadini sea comestible y común, mientras que el ángel destructor, con similitud a la anterior pero con ligeros matices diferentes, sea un hongo tan dañino y mortal.
—Así es —contestó satisfecho con la explicación.
—En el metal pasa lo mismo. Para oídos ajenos apenas es ruido, y mucha gente encajona en el heavy metal todo lo que lleva sonido de guitarras metálicas algo subidas de tono. Pero realmente existen minúsculos matices que diferencian casi en cientos de estilos un tipo de metal de otro. Este grupo precisamente escapa casi a todas las etiquetas. Fíjate, yo no sabría en qué punto meterlo entre black metal, folk metal e incluso avantgarde.
Mi compañero parpadeó con notable perplejidad.
—Bueno, no le des más vueltas, es complicado sin escucharlos. Te los recomendaría, pero casi seguro que tras el primer minuto y medio de intro en la canción de la que hablamos, tu opinión sobre si te gusta o no, radicalmente cambiaría a un no.
Unai guardó la bolsa con la seta en su mochila y pisó el terreno cubriendo de hojas la superficie de donde la había arrancado.
—Está bien, es hora de volver. Creo que ya hemos visto bastante.
Giré la muñeca para mirar el reloj. Ya eran casi las doce.
—De acuerdo, me parece bien. Volvamos.
Cuatro
Una sombra había inundado el rostro de mi acompañante en nuestro camino de vuelta. Me dirigió a buen ritmo hasta una casona al norte de Alkotz, aislada del pueblo pero con buen acceso a través de una agrietada pista rural. La edificación era la típica de la zona. Tejados de teja roja cubriendo una construcción de piedra pintada en su exterior de un blanco castigado por la atmósfera fría y húmeda. Entramos. Estaba vacía. “¿Vives sólo?”, pregunté. “Sí, aunque el turismo de la zona me deja poco tiempo para aburrirme”, contestó. En su interior, los marcos de madera de las pequeñas ventanas no dejaban pasar mucha luz. Encendió a su paso lámparas de techo que permitían ver una casa sencilla, pero arreglada. El comedor principal hacía también las veces de cocina, coronado con una gran chimenea en la que sin duda también se podía preparar comidas.
—Acomódate, deja las cosas por ahí —dijo señalando un perchero en la pared, al lado de una gran mesa de madera maciza.
Obedecí, dejando luego la cesta de setas sobre una pequeña mesa auxiliar que tenía en la cocina donde él ya había dejado la suya. Soltó la mochila de su espalda y la apoyó sobre una silla, rebuscando en su interior la bolsa de amanitas ocreata. La abrió y sacó un ejemplar. Con un cuchillo sobre una tabla de madera troceó un poco de la mortal seta en varios cachos y volvió a meter el sobrante dentro la bolsa, arrojándola después a la basura. Los pequeños trozos los guardó en otra bolsa más pequeña y se la echó al bolsillo.
—Me llevaré una muestra para analizarla. Quiero confirmar que es lo que creo —explicó ante mi cara de incredulidad.
Estuvimos hablando un rato frente a un tinto navarro espectacular. Temas interesantes. El bosque, el abandono de los pueblos, algo de alimentación. Mi interlocutor era bastante reservado, reacio a tratar temas de su entorno más personal, pero se notaba claramente interesado por el mundo del bosque y los materiales y alimentos que podemos obtener de él. Unai trabajaba de guía por estas tierras. Con el auge de la micología se hizo un experto en la recogida y clasificación de los hongos de la zona. Su vida parecía apacible, aún con el carácter seco que se notaba bajo esa máscara de fraternidad que costaba creerse.
El caso es que en cierta manera le tenía envidia por su vida ermitaña. Mi día a día en Almería era monótono, y no encontraba realmente grandes pasiones para vivir allí. A pesar de que me encaminé en el mundo empresarial en mis años de estudio, al final no terminé de ejercer en esos campos, pues la crisis de 2008 no me permitió trabajar cuando debía haber ampliado mi carrera. Realmente mi pasión era la escritura. Empecé como casi todo escritor con un apetito voraz de libros, en mi caso de misterio. Poco a poco hacía mis pinitos acabando o modificando finales de historias. Con el tiempo, empezaba y acababa relatos de no muchas páginas. Cuando vi que el futuro se presentaba algo negro, empecé en el tiempo libre a escribir en serio. No me fue nada mal. Eso se convirtió en el detonante de que abandonara definitivamente mis pretensiones de trabajar para empresas.
La cosa es que desde siempre, este carácter tranquilo y solitario había rodeado a mi forma de ser. Vivir en un entorno como el de Unai quizá podría convertirte en algo más huraño. Creo que yo también sería similar a él en un lugar como este.
—Bueno, creo que es hora de empezar con tu parte del trato —dijo Unai apartándome de repente de mis pensamientos. Se levantó y empezó a escarbar por las cestas repletas de setas —. ¿Qué me vas a hacer?
Cogí mi móvil y repasé las recetas que tenía de este tipo de alimentos. Supuse que no dispondría de muchos ingredientes para platos más elaborados, así que me decanté por un sencillo revuelto de setas.
—Yo creo que para evitar encontrarnos problemas de condimentos e ingredientes, un revuelto sería buena idea. Déjame pensar según las setas que tenemos cuáles son las que mejor pueden combinar, y me pongo manos a la obra.
Unai me organizó un poco los cacharros de cocina para que supiera dónde estaban, y me dejó la parte de los fogones libre para que me lanzara yo mismo a la conquista de la receta.
Cogí las dos cestas y empecé a seleccionar el contenido, eligiendo las que pensaba que tendrían mejor sabor conjuntamente. La receta del revuelto en sí es sencilla. Simplemente hay que juntar setas, níscalos y champiñones que combinen. Todo se realiza en un amasijo de huevos batidos y se le da varios toques de sabor dominantes. El ajo es primordial, así como un elemento como jamón serrano que le otorgue el punto de sal. De este último no debería de faltar en las cocinas del norte cuando se acercaban tiempos invernales. En la de Unai, por suerte, había uno empezado sobre su soporte de madera, listo para cortar. El toque final lo daría un poco de perejil, pimienta y le sacaría el punto de sal al final.
Fue rápido. Cortadas en láminas, las setas empezaron a convertirse en un gran manjar, que pudimos degustar apenas media hora después.
Sentados en su mesa principal del comedor y acompañados por el anterior vino de la tierra, Unai me felicitó por el plato. Lo cierto es que estaban deliciosas. Comimos algo en silencio, con un rugir de tripas que se acentuaba. El interior de la sala principal era sencillo, aunque lo tenía bastante desorganizado. Sin duda prestaba poca atención a las cosas de casa. No era muy metódico. Un fuego de leña en la chimenea calentaba el hogar, y las luces danzaban a su compás sobre las paredes. El exterior se podía observar desde las pequeñas ventanas en la estancia. Es una lástima. Con este paisaje a mí me hubiera gustado disfrutar de cristaleras mucho más amplias para verlo mejor. De hecho, la luz que conseguía entrar en la casa era bastante penosa. Los rincones se veían lúgubres y fríos, a excepción de esta sala en la que la temperatura subía con las danzarinas llamas del fuego.
Terminamos de comer y nos despedimos. Fue agradable conocer la forma de vida de alguien como Unai en primera persona. Volví a mi casón y allí pasé el resto del día. Gran parte de mi objetivo de pasar unos días allí era para pegarle un adelanto a la escritura del libro que tenía entre manos, y con el que ya empezaba la editorial a apremiar.
Cinco
Esa noche tuve pesadillas. Me levanté en un par de ocasiones intranquilo y molesto, para dar un paseo por la casa y aliviar ciertos dolores en el retrete.
Tras esa pesada noche, desperté para comprobar que el día siguiente fue maravilloso. Llovió a cántaros y apenas pude asomarme fuera. Sí, soy de los que trabajan mejor con este tipo de ambientes en el exterior. El sonido del agua rompiendo contra la estructura de la casona, atacando los cristales de las ventanas y humedeciendo el aire ayuda a inspirar mucho las letras que necesito surjan de mi cabeza para plasmarlas en mis narraciones. De joven ya me decían que era algo enigmático. A la mayoría de mi cuadrilla no le gustaba la lectura, pero a mí me apasionaba. En ocasiones escribía relatos cortos, con finales casi siempre siniestros. Esto no ayudó a crearme una buena fama, pero claro, a esa edad tampoco importaba mucho. En esos años ya se veía venir cual terminaría siendo mi mayor afición, y el estilo de escritura con la que me sentiría cómodo.
Una llamada me sorprendió en el móvil. Unai estaba al otro lado. Cierto, recordé que le dejé mi número de teléfono para mantener contacto por si alguna otra vez yo volvía a esta región. Me sorprendió que llamara. Tras un seco saludo me preguntó por la bolsa de las amanita ocreata. Ni idea, le contesté. Yo recuerdo haberlas visto por última vez en esa bolsa transparente tiradas en la basura de la cocina. De hecho me intrigó, porque recordaba que él dijo que quería analizarlas y reportarlas, y verlas tiradas con los demás excrementos de la cocina me extrañó. Tenso, insinuó que yo podría haberlas perdido. Me asustó un poco. Parecía demasiado alterado, así que tajante le dije que no sabía nada de eso y le colgué. Este tío cada vez me parecía más raro. Entré en el aseo y me refresqué echándome agua a la cara. Yo había venido aquí a dejarme de movidas y escribir tranquilo, y es lo que iba a hacer.
Ese día, tras acabar con una maratoniana sesión de mañana escribiendo sin parar, me preparé apenas una sopa de pollo para calentar el cuerpo junto a la chimenea. No me encontraba del todo bien. El estómago hacía sonidos extraños a ratos, y ahora percibía el sabor amargo de alguno de los tipos de setas mezcladas en el revuelto del día anterior. Subía hasta la boca del estómago mezclada con bilis. Mala digestión. Creo que fui demasiado creativo en la casa del micólogo.
Después de la comida continuó la lluvia y yo avancé aún más con la novela, con ciertos retortijones, todo sea dicho. A mitad de la tarde tuve que parar por el aseo a vomitar. Definitivamente, las setas fueron a parar al retrete entre ligeras convulsiones. Me acosté pronto, sin apenas ver la luz solar ni salir de casa en todo el día. Sabía que estaba enfermando.
Al día siguiente me dolía todo el cuerpo. Me miré al espejo ojeroso. Las legañas secas apenas me dejaban despegar los párpados. Mi pelo estaba enredado en mechones grasientos y chafados. Sin duda era momento de una ducha para intentar volver a ser persona. Seguía sin tener muy bien el estómago. Ahora estaba seguro, había jugado demasiado fuerte con el revuelto. En la ducha todo me daba vueltas. Oí una voz fuera, dentro de la casa, gritando. Me apresuré a secarme y salí con la toalla a la cintura. ¿Quizá el dueño? No esperaba más inquilinos nadie hasta el fin de semana, según me hizo saber antes de venir a pasar estos días. Bajé hasta la entrada, pero no encontré a nadie por el camino. La puerta de oscuro roble estaba cerrada a cal y canto tal cual la dejé la última vez, con el pestillo por dentro. Oí de nuevo las voces en dirección al aseo. Agarré uno de los palos de trekking que tenía cerca de la entrada a modo de arma y volví a subir. La casa estaba bastante oscura al tener las ventanas prácticamente cerradas. La mísera luz que entraba me molestaba como si me apuntaran con una potente linterna a los ojos. Fui tanteando las puertas y mirando levemente en cada habitación. “¿Hola?” No había respuesta. Llegué de nuevo al aseo. Nadie. La cabeza me dolía, el corazón palpitaba desbocado y empecé a marearme.
Pensé en Unai y su histérica llamada. ¿Estaría mal de la cabeza y habría venido hasta aquí? No, no podía ser. No conocía donde me alojaba, así que no creo que él pudiera darme problemas. Por si acaso, llamé a la policía. “No puedo confirmar mucho esto, pero creo que alguien o algo ronda mi casa. Estoy sólo en las viviendas rurales de Eltzaburu”, le expliqué a la operadora. “De acuerdo, pasaremos a hacer alguna ronda por ahí cuando haya alguna patrulla libre”, contestaron. Sudoroso suspiré un poco más tranquilo. Me acerqué a la chimenea del salón principal. Estaba apagada, con el ruido de la lluvia en el exterior. Por la campana de humos entraba el relente de la calle, así que cerré la puerta del hogar de la chimenea y me tumbé en el sofá. Tiritaba. Me cubrí con una manta de piel de oveja que usaba para las piernas cuando leía, y me encogí en posición fetal acurrucado bajo ella.
De repente me desperté sobresaltado, con la humedad del sudor cubriéndome el cuerpo. Ahora tiritaba mucho más. Todo estaba oscuro. ¿Qué hora era?. Miré el reloj del móvil. Joder, habían pasado ya seis horas. Vi unas brasas débiles parpadeando en la chimenea. ¿Alguien había venido? Me froté los ojos, me destapé y traté de incorporarme. Cuando volví a mirar hacia la chimenea estaba apagada. Me acerqué a cerciorarme. Estaba limpia, sin usar. ¿Qué me estaba pasando? Otra náusea repentina me invadió, con un sabor a bilis agria invadiendo la boca del estómago. Caí al suelo y vomité de nuevo, esta vez sólo un poco de agua y sangre. Asustado me volví a marear y caí desplomado.
Seis
Desperté con una luz intensa a un lado. Abrí poco a poco los ojos usando la mano a modo de visera para ver su procedencia. Era de una ventana que iluminaba en una habitación de un color crema desgastando. Miré lentamente a mi alrededor, con la cabeza embotada. La estancia estaba vacía. Algo me impedía mover el brazo izquierdo. Me giré hacia él para verlo. Tenía tubo de plástico transparente enganchado a una vía pinchada en una vena del antebrazo. Pequeñas burbujas en un líquido transparente danzaban entrando en el riego sanguíneo. Noté que respiraba más tranquilo que antes de desmayarme. Sentía calor, pero no tanto como cuando estaba empapado en el último recuerdo que tenía de la casa rural. “¿Hola?” Grité débilmente. Una enfermera hizo aparición por la puerta.
—Buenos días Julio. ¿Cómo se encuentra?
—Jodido, pero mucho mejor que en mis últimos recuerdos. ¿Dónde estoy?
—En el hospital de Navarra. Ha sufrido una fuerte intoxicación y ahora está en reposo.
Recosté la cabeza contra la almohada. Estaba débil y eché la mano sobre mi estómago, que sentía vacío.
—Le hemos tenido que hacer una limpieza de estómago —aclaró la chica como adivinando mis pensamientos—. Su organismo estaba asimilando una toxina de una planta venenosa. Por suerte, no le a afectado lo suficiente para que le queden secuelas. Ahora descanse.
Caí rendido e hice caso. Me dejé llevar, sumiéndome de nuevo en un sueño reparador.
Al día siguiente volví a despertar. La persiana de la habitación estaba bajada. Una azulada y tenue luz se colaba por sus agujeros, iluminando de tal forma la habitación que tenía mis dudas si seguía dentro de un sueño. Me quedé un buen tiempo mirando las sombras que proyectaban los escasos objetos de la habitación sobre la pared, aletargado.
Tras un largo rato que no supe cuantificar, la puerta de la habitación se abrió y entró un hombre en bata verde con una serie de papeles en las manos.
—¡Hombre! Se ha despertado. Muy bien —dijo en cuanto me vio—. Hoy se nota que está notablemente mejor, ¿verdad?
—Eso creo —confirmé carraspeando.
—Se llama Julio, ¿no es cierto?
Me sorprendió oír mi nombre sin recordar haber hablado con nadie anteriormente.
—Así es, ¿cómo lo saben?
—Es lo que pone en su ficha. Espere aquí, voy a llamar al médico para que lo vea.
Dio la vuelta y salió durante un minuto. El bullicio de un hospital se colaba por la puerta de la habitación. Enseguida entró otro hombre, canoso, esta vez con una bata blanca y un par de bolígrafos en el bolsillo del pecho.
—Buenos días. Soy el doctor Rodríguez —se presentó—. Mi compañero me ha dicho que ya estaba mejor. Julio, ¿verdad?
—Si, soy Julio. ¿Alguien puede decirme qué ha pasado? ¿Cómo saben mi nombre? —pregunté ya algo molesto.
—La policía revisó alguna de sus cosas en el caserón donde lo encontraron, para poder identificarlo. Luego el dueño lo confirmó.
—¿Qué me ha pasado?
—Ha sufrido una intoxicación severa con una toxina muy potente. La policía entró a la casa rural desde la que llamó avisando de un posible caso de allanamiento. Por lo visto encontraron la puerta abierta con usted inconsciente en el suelo.
—No recuerdo nada.
—No me extraña. En su organismo encontramos restos de la toxina de una seta altamente dañina. Posteriormente la contrastamos con unos restos minúsculos en una bolsa de plástico que llevaba en un bolsillo de su ropa. Los efectos son letales para el organismo, pero comienzan con alucinaciones y quizá no tenga claras muchas cosas de ese momento. ¿No recuerda nada?
Me dí la vuelta en la cama, con una extraña sensación de vacío en el estómago, tratando de evocar las sensaciones de esa tarde. Negué con la cabeza, sin poder aportar nada a las preguntas que me hizo sobre el tema. Tras unos minutos hablando, se fue de la habitación.
Las posteriores horas vino una pareja de policías con un inspector de paisano y hablamos sobre el suceso. Nada especial. Tampoco recordaba mucho más. Les hablé de mi incursión por primera vez en el bosque en busca de tubérculos, cómo traté de adivinar cual era cada cual, y cómo acabé cocinándolos en casa. Se fueron satisfechos y el asunto quedó zanjado.
Un día después me dieron el alta. Agradecí todo lo que habían hecho al médico y enfermeros, y cogí un taxi a mi alojamiento.
Siete
Cuando llegamos a la casa rural, el parking estaba lleno. No sabía qué día era, pero el taxista me confirmó que ya estábamos en fin de semana.
El cuerpo me dolía. En el hospital estaba bastante bien, pero tras este pequeño viaje me notaba aún débil y extraño. Abrí la puerta del taxi con dificultad y pagué al chófer. Estaba deseando salir de ese ambiente de aroma saturado a pino artificial. Cuando pisé el asfalto, el taxista dio la vuelta por el aparcamiento y se marchó. Me quedé mirando ausente cómo se alejaba.
Cuando la silueta del coche se extinguió, fijé los ojos en una pareja que salía del bosque en dirección al parking por el camino peatonal. El hombre una cesta de mimbre. Un niño de unos nueve o diez años estaba tratando de quitársela como si fuera una mosca revoloteando al lado de un tarro de miel. Los padres reían sonoramente hablando en tono jocoso sobre unas raíces y la caída del niño en el bosque. Se acercaban para pasar a mi lado y comprobé que la cesta contenía bastante cantidad de setas. Justo cuando me sobrepasaron pude escuchar cómo decían algo de tirarlas.
—Buenos días —saludé justo cuando los tenía al lado.
—Buenos días —respondió la pareja casi al unísono.
—Parece que han hecho una buena captura —sonreí, empezando una conversación.
—Sí, pero precisamente ahora veníamos diciendo que no nos fiamos. Hemos cogido de todo, pero no conocemos las especies. Creo que no deberíamos haberlas arrancado sin supervisión —dijo ella un poco abochornada.
—¿Y eso? Es más o menos fácil distinguirlas con los panfletos informativos del parque —le contesté sonriente.
—No está la cosa para fiarse. ¿No ha visto lo que le ha pasado a uno de los micólogos de la zona? —contestó el hombre con gesto desanimado.
—Ni idea. Acabo de llegar ahora mismo.
—Pues es la comidilla en toda la comarca. En los telediarios regionales y los periódicos no se habla de otra cosa. —Lo miré intrigado, dando pie con un gesto de hombros para que continuara—. Al pobre lo encontraron en la puerta de su casa en el suelo, con un gesto como tratando de salir. Por lo visto perdió gran parte de la movilidad y no podía ni incorporarse. Murió con un fallo multifuncional del cuerpo. —Empezó a hablar más bajo con la aparente intención de que no lo escuchara el niño, que revoloteaba por el parking—. Dicen que la toxina de una seta mortal inundó su cuerpo, y debió quedarse encerrado con alucinaciones y terribles dolores, que no le dejarían ni llamar a urgencias. Intoxicación por ángel… ¿cómo dijeron? —preguntó mirando a su compañera.
—Ángel destructor —contestó ella completando la frase.
—¡Eso! Muerto por intoxicación del ángel destructor. ¡Vaya nombre para una seta mortal! Apareció deshidratado y con inicio de necrosis en las extremidades. Horrible. Así que como para fiarse de esto sin conocerlas —sentenció levantando a la altura de los ojos la cesta de mimbre.
Julio parpadeó con una leve mueca de satisfacción en el rostro. Se notaba que la pareja estaba contrariada por el relato. Algo le decía que en el fondo habían venido para disfrutar de las setas, y no para plantearse si serían un peligro o no.
—Bueno, quizá pueda ayudarles —contestó quitando importancia al suceso que acaban de narrar—. En esta zona se pueden diferenciar bien, y si se comprometen a compartirlas conmigo, puedo hacerles un revuelto que se van a chupar los dedos.
Sonreí. Ellos me miraron con cierta excitación, aliviados. Algo me decía que esta vez nadie acabaría muerto. Al menos, si no traían por error más materia prima para disfrutar de ese excitante riesgo.
¿Quieres más relatos?
¿Quieres conocer más de esa horrible seta? Hecha un vistazo a la entrada en la wikipedia del angel destructor, todo un ingrediente en una buena receta para acabar mal una velada.
Si quieres leer más relatos, puedes hacerlo desde la página principal de relatos cortos del blog. Recuerda comentar si te gusta o disgusta lo que lees. Siempre es interesante conocer tu punto de vista.
Alberto Mrteh dice
“El primer capítulo” me ha traído hasta aquí y me alegro porque me gusta lo que he encontrado. Mucho ánimo para seguir con tu blog.
Me encantaría invitarte a que te des una vuelta por El zoco del escriba y tomemos un té con hierbabuena mientras hablamos de lo que prefieras.
Alberto Mrteh (El zoco del escriba)
Vicente dice
Muchas gracias por pasarte, Alberto. Me alegra que te haya gustado. También me he acercado por tu zoco. Un lugar curioso en el que muestras su pasión por las tierras que ahora te tienen atrapado. Te deseo lo mejor.
¡Un saludo!