Reto de la semana 17: Escribe un relato sobre dos alienígenas, muy diferentes entre sí, que son muy amigos/as.
—¡No la pises! ¡Cuidado! —exclamó Ronin al tiempo que empujaba a su madre.
Ella se agitó contrariada, a punto de perder el equilibrio.
—¡Pero qué asco, Ronin! Es una cucaracha. ¡No puedes dejarla corretear por casa!
—Es mi amiga y me hace caso. ¡No puedes matarla! —contestó gritando el niño.
Angelica buscó al insecto por el suelo, pero ya se había escapado. Con los dientes apretados de la furia miró a su hijo. Con tan solo seis años ya empezaba a demostrar signos de rebeldía y extraños comportamientos, que bien podrían ser atribuidos a su crecimiento. Pero este asunto de la cucaracha en casa ya pasaba de ser una mera anécdota a un problema de salubridad. Hacía ya diez días que la veía rondar cerca de el y, para colmo, Ronin la protegía aludiendo que era su amiga. Trató de calmarse un poco.
—Ronin, cariño. —Se agachó a la altura del chico y le sujetó por los hombros con ternura—. Es un insecto peligroso. No por su tamaño, sino porque trae enfermedades. No debes protegerlo. ¿Me entiendes?
—Claro que sí, mamá. Pero ella no es como las demás. Es mi amiga. Me habla.
—Cariño, es una cucaracha. No puede decir cosas ni se puede comunicar con nosotros.
—¡Sí que lo hace! —respondió contrariado el niño.
«No trates de convencerla, Ronin. Ella no lo va a entender», escuchó el chico en su cabeza. Era de nuevo su amiga. Debía estar escondida cerca.
—¡Ronin! ¡No vuelvas a decir que habla! —Angelica empezaba a estar preocupada.
—Lo siento, mamá. —Esta vez trató esta vez de darle la razón a su madre, intentado zanjar el tema—. Tienes razón. No volveré a decirlo.
Enfurecida, Angelica dio la vuelta y se marchó. Esto había colmado el vaso. Debería hablarlo con su padre. Seguro que la rotura en su relación estaba afectando al chico, y quizá hiciera falta hablar con algún profesional. Quizá hasta tendrían que llevar al chico a que lo vieran. Suspiró consternada, a la busca del móvil para poner remedio definitivamente a la situación.
Ronin se quedó de nuevo solo en la habitación. La cucaracha volvió a salir lentamente de detrás del armario del dormitorio. Se detuvo delante del chico, estirando las patas delanteras para elevar la cabeza. Parecía mirarlo. Movió las antenas en todas direcciones de forma frenética, como un radar que vigilaba todo el entorno en busca de movimientos hostiles. El niño se acostó de nuevo boca abajo, a dos palmos de la cabeza del insecto.
«Ronin, debo irme ya.», sonó de nuevo el extraño zumbido como una voz infantil, en la cabeza del chico.
—¿Ya? Pensé que seríamos amigos siempre —respondió Ronin en un susurro para no alzar mucho la voz.
«¡Claro que seremos amigos siempre! Pero no puedo quedarme más. He estado demasiados días en tu mundo. Mis padres me van a echar de menos».
—¿Cuándo volverás? —preguntó en un rumor quedo.
«Pronto. Tengo que ir al colegio de mi mundo, como tú, pero volveré pronto», escuchó Ronin, aliviando en cierta manera la congoja que sentía al pensar en su marcha.
—Te esperaré en casa. Sabrás volver, ¿verdad? Dijiste que tu planeta era muy lejano y no quiero que te pierdas.
«No te preocupes. Nosotros nos movemos de una forma totalmente diferente a vosotros. Somos intangibles y veloces», contestó ella, limpiándose una antena ayudándose de sus finas patas.
—¿Qué significa intangible?
«Que no se nos puede tocar. Ya te dije que este no era mi cuerpo».
—No lo entiendo. —Ronin la miraba con cara extrañada—. ¿Entonces qué eres? ¿Como un espíritu bueno dentro de la cucaracha?
«Exacto, algo así. Pero soy de otro planeta. Por eso podré ir de nuevo a casa, y volver aquí en otro momento. Ahora debo irme», sentenció la voz en la cabeza del chico.
—Está bien. No tardes mucho en venir. En verano podremos jugar en la piscina.
«Cuenta con ello».
De repente, Ronin supo que su amiga ya no estaba. Una sacudida agitó a la cucaracha, y pareció cobrar vida de forma frenética. El estado de calma mientras miraba a Ronin en la conversación cesó de forma súbita. Giró corriendo como le corresponde a este tipo de insecto y huyó despavorido buscando cobijo.
Los padres de Ronin tuvieron que juntarse de nuevo tras estar separados casi un año. Las sesiones del psicólogo infantil que revisó al chico duraron varios meses. Finalmente dedujeron que el niño no había aceptado bien la separación de sus padres, pero no había mucho más que hacer. El tiempo lo arreglaría todo.
Era cierto, el estado de ánimo de Ronin decayó en esos meses. Pero en su mente no pesaba para nada el divorcio de sus padres. Su mayor inquietud era su nueva amiga. No volvió en una semana, ni en dos. Pasó un mes y no volvió a aparecer. Cuando llegó el verano, el chico empezó a dejar de comer y de salir de su cuarto. Fue un año muy duro.
Finalmente, en algún momento del invierno siguiente, el niño empezó a reaccionar. Ellos no lo sabían, pero tras perder la esperanza de que su amiga volviera, la recobró con una firme intención de aprender todo sobre el espacio y la astronomía. Pensó que quizá tendría que ser él que la buscara a ella. Sus padres no entendieron dicha inquietud tan repentina, y menos en un chico de apenas siete años recién cumplidos. Pero con ese cambio de actitud vieron que llegaba su recuperación, de forma que fomentaron su inquietud con todo el apoyo por su parte. Hasta le compraron un telescopio para que jugara a ver las estrellas desde su cuarto.
Los siguientes años, Ronin aprendió con avidez todo sobre la carrera de astronomía, convirtiéndose en un verdadero prodigio. Los años fueron pasando. Estudiaba física y matemáticas con grandes resultados. Finalmente se decantó por la astrofísica teórica. No había nada en los mundos que podía observar desde la tierra que le dieran razón a lo que había vivido a los seis años. Por supuesto, su amiga nunca volvió.
En el transcurso de su vida se realizaron grandes avances astronómicos. El hombre pisó Marte, se pudo fotografiar estallidos de supernovas e incluso se lanzó una misión para intentar atravesar un agujero de gusano que pareció desarrollarse a miles de años luz. Pero Ronin no podría ver el resultado de estos avances. A sus ochenta y siete años ya permanecía postrado en la cama en una sala de cuidados intensivos de un hospital. Su tiempo expiraba. En esta situación se lamentó de como la vida lo había condenado a la soledad, buscando algo de la infancia que se daba cuenta que nunca había existido. Ahora estaba convencido de ello.
Una enfermera de rostro joven entró en la habitación, portando una carpeta cargada de analíticas. Cerró la puerta tras de sí y se quedó mirando a Ronin. El la miró extrañado, esperando a que le hablara. Pasaron segundos, quizá hasta un minuto en el que no dijo nada. El rostro de la chica entristeció y sus ojos empezaron a humedecerse.
—Lo siento Ronin —dijo finalmente con voz temblorosa. A pesar que movía los labios, Ronin sintió que las palabras de la enfermera surgían de su propia cabeza.
—¿Eres tú? —contestó él en un balbuceo casi inaudible. Abrió los ojos como despertando de un sueño.
—Si. Soy yo. —La enfermera se acercó. Se sentó a su lado y sujetó la arrugada mano del anciano. Se la llevó a los labios y continuó—. No sé que te ha pasado.
Ronin la miró extrañado, a la vez que emocionado. Apenas tenía fuerzas para hablar. Ella lo miraba entre lágrimas.
—Has tardado mucho en volver —carraspeó él con lentitud—. Ya no podremos ir a la piscina como te prometí.
Ella sonrió con pesar.
—Apenas he tardado en regresar —dijo consternada. En sus ojos se leía la perplejidad—. No estabas en casa cuando llegué. Todo tu mundo a cambiado demasiado. Nada es como cuando marché el otro día. Te he estado buscando horas.
Ronin entonces lo entendió. Eran de mundos diferentes. Las leyes no se rigen de igual forma en el espacio, y el tiempo se había distorsionado.
—Maldita relatividad —dijo él, esta vez entre lágrimas—. Nos ha jugado una mala pasada.
—No te entiendo. Pensé que podríamos ser amigos para siempre —respondió la enfermera.
—No era posible. Tus segundos debieron ser horas en mi mundo. Has permanecido años allá fuera —las lágrimas brotaron con más intensidad de los ojos de Ronin. Ella se los secó con delicadeza. Sus dedos eran suaves y él sintió su calor. Respiró con dificultad, jadeando, y continuó hablando—. Nadie me creía. Pensé que estaba loco.
—Claro que no estabas loco.
—Una cucaracha. ¡Eras una cucharacha! —trató de exclamar sin fuerzas.
—Cuando vine no conocía nada de tu mundo. Ese era el ser más robusto y con posibilidades de sobrevivir de tu planeta. Era mi mejor opción —explicó ella—. ¿Cómo iba a saber que los humanos eráis la raza más inteligente?
—¿Los humanos inteligentes? En ocasiones, todavía dudo que la seamos —respondió Ronin con una sonrisa—. Esta vez si has acertado mejor en tu huésped.
—Aprendí la lección. —Volvió a besarle la mano.
—Gracias por cumplir tu palabra y venir —dijo Ronin más serio, con un suspiro de voz temblorosa—. Por fin sé que mi vida tenía sentido. Ahora ya sé que eras real.
La enfermera notó que la mano de Ronin perdía fuerza. Su brazo empezó a pesar más y más, y observó como los ojos de él se quedaban fijos en los suyos, sin vida. Una máquina detrás de la cama empezó a pitar con un sonido constante. El enlace mental desapareció para siempre.
Reto 52 relatos
Esta es una de las historias para el reto de 52 relatos de 2019 propuesta por Literup en su #52retosliterup. Hoy tocaba alienígenas, así que hablamos de cucarachas, que parecen de otro mundo. Puedes ver el resto en el índice general de los 52 retos de escritura. No dudes en revisar el resto 😉
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